jueves, 25 de junio de 2009

Eduardo Bartfeld - Mi Encuentro con El Rebe


por Eduardo Bartfeld

- No es un tema fácil escribir sobre mis encuentros con el Rebe, pero trataré de exponer lo que va llegando a mi mente sin dejar que mi corazón magnifique esas experiencias.

Mi corazón sin duda está lleno de agradecimiento por el trabajo incansable de los shlujim, que inspirados por el recuerdo vívido del Rebe, hacen por el florecimiento del judaísmo, más allá de diferencias o coincidencias que uno pueda tener con ellos.

Pero trataré de dejar esos sentimientos a un lado y relatar mis encuentros con el Rebe.

Llegué a las cansadas al 770 Eastern Parkway, más por cumplir con mi amigo Eliezer Shemtov, que por otra razón. Quizás había también una cierta cuota de curiosidad, pero menor. Mi sorpresa fue enorme cuando entré al edificio. Me imaginaba que iría a un templo en el que todos rezarían en forma recogida y de la misma forma acogerían a su líder. Algo parecido a un mausoleo.

Y vi todo lo contrario.

En el 770 no había espacio para grandes formalidades.

Un hervor de actividad; jasidim que corrían de un lado a otro; grupos de estudio; minianim que comenzaban en distintas tandas los rezos correspondientes. Cada uno concentrado en lo suyo. Nadie parecía percibir que para acortar distancias, algunos pasaban por encima de los bancos y aún de las mesas.

La informalidad reinaba. La energía cargaba las baterías de los más apáticos o asombrados, entre los cuales me encontraba.

El shil estaba vivo, la energía fluía y cargaba el ambiente con una sensación de bienestar que abarcaba a todos los allí presentes.

¿Cuál era el dínamo que proporcionaba tal carga de energía? Sólo cuando conocí al Rebe pude contestarme esa pregunta. Su imagen impartía una mezcla de respeto, cariño y disciplina. Aquella masa indisciplinada de jasidim se había transformado en una ola de alegría que se acercaba o se alejaba del Rebe y disfrutaba el canto y baile de sus jasidim.

Allí estaba yo, en medio de esa marea humana, que me llevaba de un lado a otro en una especie de ola que luego jocosamente llamamos “masaje jasídico”.

"Era uno más y no sentía ninguna diferencia con todos aquellos que vestían distinto, que hablaban distinto y cuyas vidas parecían tan diferentes a la mía. Lo que había en común era el “destino”; éramos todos uno, un mismo cuerpo, un mismo pueblo, un mismo sentimiento."

Y allá, más lejos o más cerca según el movimiento de la ola humana que me llevaba o traía, estaba el Rebe de Lubavitch. Con el movimiento de su puño acompañaba la alegría de los jasidim y con su mirada penetrante le daba fuerza a cada uno de ellos.

Luego los lejaim; aparecieron como por arte de magia pequeños vasos y botellas de vodka que llenaban los vasitos individuales y cada uno bebía a la mirada del Rebe. Era un brindis que cada uno hacía con él y a la vez con todos los presentes. La típica individualidad judía cedía paso al sentimiento colectivo de pertenencia a un pueblo.

Allí no había diferencias entre jasidim y los que no lo eran.

Nadie me preguntó qué, ni cuánto creía o no creía. Simplemente me trataron como un hermano, sin reproches y sin exigencias. Éramos todos uno y el Rebe marcaba el pulso de ese “corazón judío”, que nunca sentí latir tan fuerte.

- Hasta el día de hoy tengo presente la mirada del Rebe.

Lo vi en varias oportunidades, hasta en su propia casa y siempre tuve la sensación de que estaba ante un “gadol”. Esa mirada no es comparable a ninguna otra que jamás yo haya visto. Es como un espejo que nos hace volver sobre nosotros mismos y preguntarnos cual es el sentido de nuestra vida.

Yo no hablé con el Rebe, simplemente lo miré, acepté su dólar de Tzedaká que daba a cada uno de los miles que a él se acercaban.

No lo guardé como un recuerdo porque no era un amuleto.

El recuerdo de la acción está tan presente en mí como siempre. El recuerdo de su mirada aparece cada vez que quiero mirar hacia mi interior y reforzar mis raíces judías frente a una asimilación avasallante.

"Gracias al Rebe de Lubavitch, decenas de miles de sus jasidim andan por el mundo rescatando judíos de la asimilación e impartiendo a los otros la posibilidad de reencuentro con los valores más ricos del judaísmo."

Si bien no hay nada malo con el comercio y sin él aún estaríamos muchos siglos atrasados, no somos hijos de un pueblo de comerciantes como muchos judíos ignorantes creen y muchos antisemitas manifiestan.

Somos hijos de “un pueblo de profetas”; y si tuviera que imaginar a alguno, me ayudaría recordar la imagen, la energía, la compasión, la fuerza, en resumen, todo aquello que transmitía la mirada del Rebe (Z´L).